
Cuando alguien lo deje (en una relación amorosa), usted tiene que pensar que está jugando al Mario Bros. No no, al Tetris no. Bueno sí, al fin y al cabo en el amor hay que encajar, pero sigamos con la metáfora del Mario. No, al Pacman tampoco. ¿Por qué no se calla un ratito y me deja seguir?. Gracias. Bueno, cuando alguien termine con usted, piense que en realidad está en el nivel 4 de algún mundo del Mario, el castillo donde supuestamente estaba la princesa.
Las palabras “ay… no sé cómo decirte esto… pero no estoy enamorada” (o similares) en su cabeza tienen que sonar como “Sorry Mario, but our princess is in another castle”. Ok, la pasó muy bien, mató tortugas, comió flores y hongos alucinógenos, hizo mierda a un dragón, pero ya está: esa no era la princesa, y todavía hay más niveles en el cartucho.
Después de eso, tiene dos caminos: o deja el joystick tirado por un tiempo y apaga la tele, o va hasta el próximo castillo, en busca de esa princesa.
Si deja el joystick por un tiempo, ahí sí puede hacer la gran Pacman. Va a bailar, traga pelotitas (o sea, algo de alcohol) y come fantasmas (chicas, por si hace falta aclarar). Pero en el momento de retomar el juego, tiene que tener cuidado. En algunos casos, la consola se apaga y, sin que se de cuenta, tiene que volver a empezar desde el primer nivel.
En el mejor de los casos (y quizás, de nuevo sin darse cuenta) ya llegó al nivel 8. Y sí, es el más difícil, es un laberinto, tiene que matar a mil bichos, gastar mucho tiempo intentando y seguir perdiendo vidas, pero al final, la princesa definitiva va a estar ahí para decirle “Thanks Mario, your quest is over” (que traducido a la vida real sería algo como “Te amo” o “Sí, quiero” o “No, esta vez es gratis”).
Y ahí sí, tranquilamente, puede apagar todo, desenchufar el transformador e irse tranquilo a disfrutar. Hasta que esa princesa lo deje y se de cuenta que, el juego perfecto, no existe, y no se termina nunca.
